Hay una cosa que se llama amistad.
Que no se compra con dinero.
Que ni si quiera tiene valor.
Pero que a la vez tiene todo el del mundo.
Encontrarla es algo similar a encontrar un millonario tesoro pirata en el más profundo fondo del mar.
Un mar lleno de tanta, pero tanta gente que te sorprendes al darte cuenta de que, entre el noventa y nueve por ciento de las posibilidades que había de no encontrarte con tus amigos, aquel día ganó ese uno.
Y desde entonces tus días se han convertido en un continuo verano.
Y desde entonces tus días se han convertido en un continuo 22 de diciembre en el que siempre te conviertes en el ganador del gordo sin siquiera tener décimo.
Sin siquiera a veces merecerlo.
Y desde entonces entendiste que un corazón está formado por mucho más que aurículas y ventrículos.
Que puede latir por ti y por el de al lado.
Que el dolor ajeno deja de serlo.
Los amigos son esas personas que nos cuentan los latidos y nos abrazan cuando sienten que nos falta uno.
Que, en una noche de verano, una tarde tonta o una mañana de resaca los aceleran.
Esas personas que llegaron y todo lo demás, fue lo de menos.
Un arroyo en el desierto.
Un huequito en el corazón que, al fin y al cabo, lo han terminado ganando a pulso.
Un hueco que, aunque pequeño, guarda todas esas lágrimas que derramaste en sus hombros, todos esos secretos que decidiste compartir y todas las carcajadas que te hicieron temblar cuando les tuviste cerca.
Por eso, aún estando en una punta y en otra del continente.
Aunque hayan pasado los años.
Aunque el mundo esté patas arriba.
Aunque ni siquiera puedas abrazarles.
Y aún en plena pandemia mundial.
Recuerda que el verano siempre vuelve.
Que el 22 de diciembre siempre llega.
Y que pase lo que pase.
El hueco que se ganaron dentro de ti.
Para siempre será.
De ellos.
Fotografía: Pinterest
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